jueves, 15 de septiembre de 2011

FIESTAS POPULARES

Joan Bosch i Planas. Investigador y escritor

joanboschiplanas@hotmail.com

Déjenme que les cuente lo acontecido en los últimos días de agosto en el ámbito de influencia de una región inmensamente rica en viñedos cuyo centro poblacional lleva desde tiempos inmemoriales el sincero y honrado nombre de Vilafranca del Penedès. Esta hermosa y comercial capital de la comarca, de la cual se tomó prestado también su nombre para poder distinguirse un poco más, celebra cada año desde 1699 en estas fechas y en honor a su excelso patrón Sant Fèlix, su fiesta mayor.

La ciudad, ubicada en el prelitoral mediterráneo de un país pequeño y maravilloso con nombre de mujer llamado Catalunya, tiene el honor de pregonar que el año pasado el gobierno acreditó su fiesta como: “Festa patrimonial de interés nacional”; un título de renovada clasificación del que, con otro enunciado, ya había estado considerada en 1991.

De todas maneras, lo que en estos momentos merece destacarse, es la nueva distinción de una de las expresiones más identitarias, reconocida por la Unesco en el pasado noviembre al mismo tiempo que la Danza de las Tijeras peruana: las torres humanas. Plato de fondo de las referenciales fiestas de Vilafranca, aunque también de la mayoría de poblaciones del país con sensibilidad tradicional, los “castells”, son la clave esencial de unas manifestaciones populares de las que sobresale la denominada “Diada de Sant Fèlix”, el 30 de agosto, donde el júbilo popular se muestra abiertamente vibrante con las construcciones cada vez más osadas de los grupos participantes, los cuales ofrecen el máximo espectáculo compitiendo entre sí de forma oficiosa con el fin de ofrecer el resultado de una técnica ensayada y aprendida, una auténtica demostración de lo que heredaron de sus ancestros y que en la actualidad es uno de los indudables símbolos del país.

Parece evidente que la salvaguarda de las prácticas rituales y festivas nos lleva a la convicción de que, a través de ellas, es decir, mediante el conocimiento de las danzas, la música, los juegos, la imaginería y el comportamiento festivo de un pueblo, se puede conocer mejor su carácter, su mentalidad, en definitiva, su genuidad como fiel espejo de su identidad. Es en este sentido que la fiesta de carácter popular es la responsable del cese del curso de la cotidianeidad, y en el transcurso de esta interrupción, los individuos ocupados en tareas diferentes y físicamente distantes entre ellos, detienen su día a día para coincidir con otros para hacer una misma cosa, en un mismo momento y en un mismo lugar mostrando una identidad que solamente tiene en esta exaltación festiva la posibilidad de ser reconocida. Esta identidad, no obstante, solo se vive como una realidad autónoma dentro de la misma fiesta, fuera de la cual se desvanece manteniéndose viva solamente en el sentimiento, expectante hasta la próxima ocasión, hasta que la fiesta siguiente le conceda el deseo de volver a ser.

Nuestros antepasados tenían una concepción cíclica del tiempo adaptado a los fenómenos naturales y a la influencia de éstos sobre la tierra y el hombre. Las fiestas, distribuidas en ciclos, marcaban los periodos más altos y más bajos de los ciclos biológicos y metereológicos. Este razonamiento, ratifica el hecho de que los pueblos de la costa o de la sierra, de las grandes ciudades o de los núcleos rurales, celebraran sus fiestas indistintamente en verano o en invierno dependiendo del tiempo de que disponían para ocuparse en preparar y hacer la fiesta.

La otra cara de la moneda puede mostrarnos, sin embargo, unas fiestas populares y tradicionales con una identidad reducida a una entidad espectral, una pura representación, una reverberación de una realidad que no ha existido nunca ni existiría si no fuera por las continuadas mutaciones a que ha estado sometida, transformándose puramente en un valor teatral que una serie de intereses han coaccionado para legitimarse y traducirse en sentimientos.

Aún así y a pesar de ello, el paso del tiempo y la percepción de ciertos conceptos en las circunstancias actuales, han permitido superar indiferencias de muchos años de cultura popular localista y, después de introducir modificaciones a aquellos elementos que han logrado perdurar, se ha podido desarrollar con la fuerza aportada por la sensibilidad social una información sobre las festividades con una revitalización y materialización de tradiciones populares, de las que la comunicación y la globalización, con su innegable vía libre al conocimiento y al intercambio cultural, se encargan de divulgar de manera bastante exitosa.

Me atrevería a decir que no hay excesivas caras de sorpresa cuando se habla de “castells y castellers” en Perú, como no las hay en Europa cuando se cuentan detalles y significados del “Inti Raymi”, por presentar tan solo dos ejemplos. En todo caso, las dos representaciones, son dos muestras irrefutables de una identidad que evidencia una labor de conservación de un patrimonio que se ha aceptado colectivamente y que merece el reconocimiento global al que se han expuesto. Sendas manifestaciones, revalorizan, además, algunas de las cualidades más importantes que distinguen a las personas, como son la unión, la fuerza, el equilibrio y la sensatez. Unas expresiones, por otro lado, cuyo significado se ha tenido en cuenta en el momento de levantar las construcciones humanas referidas desde sus propios orígenes.

Les invito, sinceramente, a conocer el verdadero significado de una festiva manifestación popular como es la de los “castells”, genuina exhibición de coordinación y organización colectiva para lograr un único objetivo, el cual es la razón de que miles de personas y aficionados, espejo de un país fuertemente arraigado a sus tradiciones, vibre con unas demostraciones que reflejan una auténtica y firme identidad.

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